domingo, 30 de marzo de 2014
EL VIAJE EN TREN HACIA URBINA ENTRE LAS NUBES Y TELÉGRAFOS
Uno cree que el paisaje se mueve cuando se viaja tras de una ventana. No. Se mueven los ojos con la memoria convertida en una carreta de hilos invisibles.
El joven Pedro, tras la ventana del tren, iba con los ojos deslizándose de Guayaquil a Posorja.
¿Qué estarán pensando los de la familia Arosemena cuando se den cuenta de que me he fugado de su tutela? ¿Creerán que esta noche a estas horas ya han recibido las cartas y los mensajes que han estado acostumbrados?
En vez de ir en vapor a mirar a lo lejos por las noches las luces de Posorja, ahora voy en tren a ver las luces en los ojos de mi familia.
El sol del atardecer hacía sangrar los montes de la cordillera andina. El crepúsculo es una música de la luz que hay que escucharla en silencio. Se la siente más cuando uno está repleto de soledad.
A lo lejos, el Chimborazo huía del tráfico del día cargado de los fardos de nubes, perseguido por el viento que le manda el Cari-huaira-rasu.
El tren era un monstruo que arremetía sus aullidos anunciando que se acercaba a la estación de Urbina. Los pajonales derretían su monotonía húmeda prendiendo sus agujas en el barro martirizado por los casquetes de las ovejas.
Presiento que voy muy cerca de los abrazos que han de darme, después de estos años de olvido. Volveré a ser árbol de mi tierra en vez de ser gaviota o pelícano que pesca para contentar su destino.
Un día les contaré a mis hijos mis meditaciones en los peñones de Posorja y les diré que escriban mis historias en las pizarras de sal que se han evaporado de mis ojos. El tren se paró en la estación de Urbina. Se sacudía castañeteando las muelas de sus medias ruedas que tiritaban por el frío. Los pasajeros que viajaban dormidos, al sentir que se detuvo el tren, no sabían si era de día o de noche.
El chimbucero fue con el joven Pedro a mirar el letrero que estaba colgado cerca a la campana de la estación: Urbina, 3.620 metros de altitud. Llovía manojos de una nieve liviana.
La oscuridad se desplumaba. Las nubes aprovechaban cualquier boca entreabierta para que se las tragaran. Así, un frío herido entraba por la sangre y hacía doler los huesos. Los dedos de los pies sentían que caminaban a dos pasos de la muerte.
Venga, pase señor pasajero, le dijo al joven Pedro el jefe de la Estación. Me llamo Alberto Inca Brito, para servirle. ¿Quiere aceptarme una canelita hervida?
Tome, porque puede darle soroche. De entre la neblina fría, sacó una jarra con neblina caliente, la que se pusieron a tomar a sorbos.
Aquí da lo mismo de día que de noche, aunque ahora más bien ya creo que estamos cerca del sueño, según el reloj de los bostezos.
El telégrafo parecía ebrio de tanta conversación con los sapos que croaban con monotonía.
Cuando el joven Pedro brindaba una nueva taza de neblina, veía que don Alberto levantaba unas orejas afelpadas y alargadas pendientes de los sapos del teletipo. No se extrañe, le dijo, este es un mal de los telegrafistas.
Las orejas se me han ido creciendo conforme van aumentando mis años de matrimonio con las locomotoras y mi Imelda Marfetán Cabrera. Sabe, me casé del puro frío. Yo sé que otros se casan de puro amor. Yo ya no me aguantaba ni el frío de la estación de Mocha, ni el de Luisa, peor este de Urbina.
Me di cuenta de que la Imelda tenía calor en la parte baja del corazón, de tanto asar cuyes en Mocha. Yo empecé a trabajar de telegrafista desde cuando tenía 17 años.
Verá que desde los 14 ya empecé a aprender el oficio, cuando se abrió un curso en Guamote. Para empezar a trabajar tuve que dar exámenes en Riobamba ante el señor Luis Ponce que era el Superintendente de Comunicaciones.
Mis calificaciones fueron 99% en Reglamento y 100% en Telégrafo. Imagínese que al mes de entrado al trabajo ya me mandaron a trabajar en Chimbacalle, en la estación de la capital.
Yo he tenido orgullo de que mi título me lo entregaron el señor Luis Pino que era el jefe de Terminales y la señorita Olga Vela que era jefa de Telefonistas.
¿Y ustedes trabajan en una sola estación, o les mueven por todo lado? Verá que este trabajo es como estar en el cuartel al servicio militar, al pie de la línea, nos mandan del páramo a la ciudad, de la Sierra al trópico, de aquí para allá.
Aquí en Urbina me toca despachar de 5 a 20 trenes diarios. Y toca ser exactos.
Imagínese que ya estuve aquí tres años y me llevaron a la estación del Cotopaxi, allá también hace frío, pero no es como el de Urbina.
Cuando hice el reclamo de que se me estaba congelando el sentimiento, me mejoraron pasándome a la estación de Mocha. Ahí se compusieron las cosas porque encontré el calor de mi enamorada.
¿Es verdad que allá dizque gritan ‘ambas piernas calientitas’?
Verá que la gente acomoda las palabras cuando las vendedoras se suben al tren a vender ‘habas tiernas calientitas’ que saben sacar de unos canastos donde tienen ollas de barro envueltas en cobijas y en chalinas, en debajeros y ‘centros’ de lana, que usan las cholas.
Los cuyes asados también venden envueltos en chalinas y las papas con cuero de puerco tienen sabor a huahuas recién nacidos.
Mejor tomemos otro canelazo porque parece que sus olores me están llegando por el telégrafo, comento el joven Pedro.
Y hablando de las cosas del tren y de los indios, verá que cuando estuve en Cajabamba, que es la mata de indios de Chimborazo, allá venían de no sé dónde no más, a pasar días enteros sentados en la estación, parecían costales de papas de semilla puestos a germinar por montoncitos.
Decían que habían traído a la familia a pasarse días y hasta meses viendo lo que es el tren, conociendo a gente de pelos rubios, a negros que parecían gente, a maquinistas con gorras de antiguos militares.
A mujeres que se vestían de todos los colores y a hombres que hablaban de todas las maneras.
Sabían admirarse de la fuerza de las máquinas y se pegaban tremendas asustadas cuando pitaba inesperadamente el monstruo. Decían que les recordaba la Conquista.
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