Francisco es noticia continua. Acaba de sacudir los cimientos de la Iglesia
con una entrevista
que rompe moldes. En seis meses se metió al mundo y a la Iglesia
católica en el bolsillo. En seis meses convirtió a una institución
lastrada por las manzanas podridas del clero pederasta y por las intrigas de poder
del Vatileaks, en un referente moral mundial. En seis meses devolvió a los
católicos el orgullo de serlo. En seis meses reorientó el timón de la barca de
Pedro y está haciendo pasar a la Iglesia de la condena a la
ternura, de la pompa a la pobreza. Una Iglesia que predica y da trigo
de la mano de un Papa con un nuevo estilo. En la forma y en el fondo.
¿En qué consiste el nuevo estilo "franciscano" del primer Papa jesuita de la historia? Ser testigo de lo que significa seguir a Jesús. Porque, como dice el gran teólogo jesuita, Christoph Theobald, "ser cristiano es un estilo de ser y estar en el mundo a la luz de la hospitalidad del Nazareno". Un estilo que evita la reducción del cristianismo a la abstracción de un sistema doctrinal, mostrando la vida cristiana como una forma singular y profética de habitar en el mundo.
El tiempo del Papa Francisco no es para la Curia ni siquiera para la Iglesia entendida como institución jerárquica. Y mucho menos, para el Vaticano. Su tiempo es para los fieles, a los que mima, quiere, abraza, con los que se mezcla y comparte y a los que habla, no desde la cátedra, sino desde el púlpito. Con una comunicación de masas e individualizada. Mira a los ojos de las personas que lo saludan y llama por teléfono a personas concretas, con nombres y apellidos. Relación directa y cálida de un Papa que encarna como nadie la Iglesia «madre».
Francisco ha dejado la cátedra del magisterio extraordinario y definitivo (excepto la publicación de la encíclica 'Lumen Fidei', obra de Ratzinger, firmada por Bergoglio, en un signo elocuente de humildad y de deferencia), para pasarse al púlpito del Papa párroco. Éste es un Papa que pasa su tiempo predicando. Desde por la mañana, en su homilía de la misa diaria en la capilla de Santa Marta. Y predica con todo su cuerpo: palabras y gestos.
Un Papa que dedica su tiempo a hablar sobre una lista precisa de temas: pobreza, perdón, colegialidad, santidad, comunión, ternura de Dios, misericordia, esperanza, amor, salir a las fronteras existenciales, no tener miedo al Dios que siempre perdona y siempre nos "primerea". Y a sacudirse el rigorismo doctrinal de los «obsesionados» con la moral sexual.
Y, cuando predica, lo hace a la manera de un cura de pueblo, que conoce perfectamente a sus "ovejas" y comparte con ellas sus alegrías, sus penas, sus miedos y sus esperanzas. No pontifica, no pretende tener la última palabra sobre todo lo que dice. Sólo pretende abrir un nuevo tiempo: el tiempo del diálogo fraterno. A fondo, sin condiciones y, sobre todo, sin imposiciones.
El nuevo estilo del Papa se basa, asimismo, en su novedosa utilización del espacio, escenificado simbólica y realmente en el "abandono" del Palacio pontificio. El llamado "Apartamento" papal se ha quedado vacío y Francisco sólo utiliza alguna de sus estancias para las recepciones oficiales de personalidades. El Palacio vacío, reconvertido en oficina ocasional simboliza un cambio de ciclo y de era.
La decisión de abandonar el palacio es de tal calibre que inquieta a los conservadores de dentro y de fuera del Vaticano, que tratan de desactivarla y privarla de su significado, calificándola de "una de las originalidades" de este Papa. Pero el caso es que el gesto papal es algo así como si Obama abandonase la Casa Blanca, como si la Reina de Inglaterra dejase Buckingham Palace, o el Rey Juan Carlos saliese de La Zarzuela para irse a vivir a un pisito en Vallecas o Moratalaz.
Dejar de ser el inquilino del Palacio apostólico hace añicos el icono ideológico de la "sede apostólica" como un centro de poder de impronta divina. Además, deja en evidencia a los burócratas carreristas vaticanos y echa por tierra su psicología de "príncipes de la Iglesia". Y pone contra las cuerdas a cardenales y obispos que viven en palacios y viajan en grandes coches con chófer y secretario personal.
La tercera coordenada del nuevo estilo papal pasa por su forma de gobierno y de no-gobierno. Con decisiones claves sobre las estructuras eclesiásticas que más han manchado el rostro de la Iglesia: el IOR o banco vaticano y la Curia romana. Para que dejen de ser un contrasigno evangélico. Un estilo de gobierno colegial (con comisiones y expertos), en el que, después de escuchar a todos, decide él, en primera persona y sin que le tiemble el pulso. Por ejemplo, acaba de despedir al Secretario de Estado, cardenal Bertona, y lo ha reemplazado por Pietro Parolin, el Nuncio en Venezuela, diplomático consagrado, pero con entrañas de pastor.
Decisiones de gobierno tomadas sin prisa pero sin pausa. Sin prisas, como buen estratega jesuita, que mide los tiempos, para no crearse más enemigos de los imprescindibles. Pero sin pausa, consciente de que sus primeras grandes decisiones marcarán el rumbo de su pontificado. Sabedor de que lo que no haga en su primer año de pontificado le costará mucho más hacerlo después. Y consciente de que su pontificado (por ley de vida) no será largo, pero no por eso tiene que ser precipitado.
La bondad de un testigo del Evangelio, humilde y humano. Un Papa tan humano que se acerca a la gente, habla con ella, se interesa por sus problemas; abraza y se deja abrazar, toca y se deja tocar; interactúa y se expone; juega su papel sin red. Opta por mezclarse con la gente aún a riesgo de pagar el precio de su propia inseguridad. Un precio que asume, como dijo en el avión, a su regreso de la JMJ de Rio de Janeiro: "Gracias a que tenía menos seguridad, he podido estar con la gente, abrazarles, saludarles, sin coches blindados. La seguridad es fiarse de un pueblo. Siempre existe el peligro de que un loco haga algo, pero la verdadera locura es poner un espacio blindado entre el obispo y el pueblo. Prefiero el riesgo a esa locura. La cercanía nos hace bien a todos".
En clave de bondad y de humanidad, El Papa está abordando las tres tareas prioritarias de su pontificado: cambiar el papado, cambiar la Curia y cambiar la Iglesia. La primera tarea ya está en marcha, desde el mismo momento en que salió a la loggia vaticana y se presentó con un "Buenas noches" como el obispo de Roma y se inclinó ante el pueblo para recibir su bendición, antes de darla.
Con su renuncia, Benedicto XVI humaniza el papado. Francisco extrae las consecuencias y archiva, para siempre, el aura omnipotente del Pontífice Máximo. No quiere ser el Papa monarca. O si acaso, un monarca humanizado, tras ser el primer papa en descartar la ideología de la omnipotencia. Es el fin de la era de los Papas monárquico-imperialistas y el comienzo de la época de los Papas testigos-carismáticos.
Francisco transmite a creyentes y no creyentes la importancia de la fe, pero no como dogma o doctrina, sino como forma y sentido de la vida en el seguimiento de Cristo, basado en los valores evangélicos de la misericordia, la ternura y la humanidad. Juan Pablo II fue un papa quizás tan humano como Bergoglio, pero seguía revestido del aura imperial. Francisco encarna otro modelo de Iglesia. La Iglesia de un Papa que ni siquiera se presenta como Papa sino como obispo de Roma y, en las homilías, habla de pié, en vez de sentarse en el trono como hacían sus predecesores.
A la par que está cambiando el papado, con su nuevo estilo Francisco tiene pendiente la tarea de reformar la Curia romana en profundidad. Para que deje de ser un aparato burocrático y "censor", copado por cardenales y monseñores carreristas, y se ponga al servicio de las Iglesias locales y del propio Papa. Tiene para ello un mandato claro del cónclave y de la inmensa mayoría de los cardenales que lo eligieron, hartos de la mala imagen que proyectaban sobre la institución las intrigas palaciegas, los cuervos y los mayordomos infieles del aparato vaticano.
En octubre, Francisco comenzará a barrer su propia casa. Para que deje de ser un antitestimonio. Y, como buen político, quiere conseguirlo con colegialidad y contando con todas las tendencias. De ahí la comisión de ocho cardenales de todas las sensibilidades eclesiales. Desde el progresista hondureño Maradiaga, coordinador y piloto del G8 cardenalicio, hasta el conservador australiano Pell o el centrista alemán Marx. Así, a los más recalcitrantes que se quejen siempre podrá decirles: "Ha sido cosa de todos".
Redimensionar la Curia, reprogramar al personal vaticano para un trabajo esencialmente pastoral y no de funcionarios, erradicar el escalafón y el carrerismo, quitarle al Vaticano su papel milenario de centro burocrático y de poder absoluto, convirtiéndolo en un instrumento de unidad y de colaboración con los episcopados del mundo, y convertir el IOR (banco vaticano) en una banca ética sumamente transparente, que ni de lejos, juegue con dinero sucio o de dudosa procedencia. El Papa no puede predicar pobreza con un banco que lava dinero negro.
Se trata, como dicen Casaldáliga, Pires y Balduino, tres obispos-profetas brasileiros, de "asumir el Concilio Vaticano II actualizado, superar de una vez por todas la tentación de Cristiandad, vivir dentro de una Iglesia plural y pobre, de opción por los pobres, una eclesiología de participación, de liberación, de diaconía, de profecía, de martirio..."
De ahí la necesidad de que el "estilo Bergoglio" cale en la Iglesia-Pueblo de Dios a todos los niveles. Si sus palabras y gestos se mantienen como expresiones y vivencias de una persona sola, por muy Papa que sea, y no cala, de arriba abajo, en todos los escalafones eclesiásticos, su pontificado será, poco a poco, "domesticado". Si no se producen cambios concretos de estilo y, por lo tanto, de comportamiento en todos los niveles de las estructuras eclesiásticas, la carga de novedad que trae el nuevo pontificado será reabsorbida.
Eso es lo que temen las grandes mayorías católicas ilusionadas con Francisco. Y eso es lo que esperan, atrincherados en sus cuarteles de invierno, los sectores más conservadores de católicos, que tienen meido al futuro y han vivido, durante estas últimas décadas, encerrados en sus grupos estufa y en sus "capillitas de elegidos", y a la defensiva frente al demonio, el mundo y la carne.
Estos ateos más o menos devotos prefieren y luchan encarnizadamente (con excelentes resultados en las últimas décadas) por una Iglesia autoritaria, más maestra que madre, que encuadre las filas prietas de los católicos siempre obedientes, mire mucho hacia adentro, señale con el dedo y persiga a los disidentes interiores con más saña incluso que a los externos, y, si acaso, realice una cierta asistencia social con los empobrecidos.
Por eso, en este inicio de pontificado, acusan al Papa de pauperismo, populismo y demagogia y silencian todo lo que suene a denuncia profética, sobre todo cuando arremete contra las nuevas esclavitudes económicas y contra el sistema financiero que asfixia a las masas de ciudadanos en crisis. La entrevista histórica de Francisco a las revistas jesuitas fue "escondida" por los periódicos de la derecha y por las webs de los ultracatólicos.
Entre la mayoría, el estilo de Francisco está teniendo una respuesta ilusionada y sumamente afectuosa. Es un estilo que conforta y consuela a los fieles. Anima a participar en la edificación de la Iglesia a los que habían permanecido a la espera de tiempos mejores. E invita a regresar a los muchos que, hartos de una institución madrastra, se habían ido a engrosar las filas de la indiferencia, sin hacer ruido, sin dar portazos, simplemente desilusionados. Con Francisco, la Iglesia católica se siente como un oso que sale de su letargo invernal, mira al sol y busca aires nuevos.
El estilo papal sirve de ejemplo para muchos curas. A los más mayores, que entregaron su vida a una Iglesia postconciliar, les devuelve a la ilusión de los años mozos. A los más jóvenes, educados para ser curas-funcionarios, les cuestiona y les hace cambiar de "chip", aunque a algunos les cueste y se resistan.
Los obispos, por su parte, no tienen más remedio que girar y amoldarse a los nuevos vientos romanos. Es lo que marca la dinámica eclesial antes y ahora. Unos pocos se resisten; algunos lo están haciendo por acomodación; otros, por conveniencia; pero la mayoría, por convicción, está ya tratando de emular a Francisco. Las claves, las insistencias, los subrayados son ya los del nuevo Papa, rezuman su estilo.
Porque, como dice el prestigioso teólogo jesuita Christoph Theobald, "el estilo es el léxico de la profecía e inspira". El estilo del Papa Francisco interpela tanto (y a tantos) por ser un paterno magisterio de la bondad, la gramática esencial cristiana y humana que todo el mundo entiende.
¿En qué consiste el nuevo estilo "franciscano" del primer Papa jesuita de la historia? Ser testigo de lo que significa seguir a Jesús. Porque, como dice el gran teólogo jesuita, Christoph Theobald, "ser cristiano es un estilo de ser y estar en el mundo a la luz de la hospitalidad del Nazareno". Un estilo que evita la reducción del cristianismo a la abstracción de un sistema doctrinal, mostrando la vida cristiana como una forma singular y profética de habitar en el mundo.
Tiempo, espacio y gobierno
Este nuevo estilo papal pasa por tres coordenadas precisas y concretas: tiempo, espacio y gobierno.El tiempo del Papa Francisco no es para la Curia ni siquiera para la Iglesia entendida como institución jerárquica. Y mucho menos, para el Vaticano. Su tiempo es para los fieles, a los que mima, quiere, abraza, con los que se mezcla y comparte y a los que habla, no desde la cátedra, sino desde el púlpito. Con una comunicación de masas e individualizada. Mira a los ojos de las personas que lo saludan y llama por teléfono a personas concretas, con nombres y apellidos. Relación directa y cálida de un Papa que encarna como nadie la Iglesia «madre».
Francisco ha dejado la cátedra del magisterio extraordinario y definitivo (excepto la publicación de la encíclica 'Lumen Fidei', obra de Ratzinger, firmada por Bergoglio, en un signo elocuente de humildad y de deferencia), para pasarse al púlpito del Papa párroco. Éste es un Papa que pasa su tiempo predicando. Desde por la mañana, en su homilía de la misa diaria en la capilla de Santa Marta. Y predica con todo su cuerpo: palabras y gestos.
Un Papa que dedica su tiempo a hablar sobre una lista precisa de temas: pobreza, perdón, colegialidad, santidad, comunión, ternura de Dios, misericordia, esperanza, amor, salir a las fronteras existenciales, no tener miedo al Dios que siempre perdona y siempre nos "primerea". Y a sacudirse el rigorismo doctrinal de los «obsesionados» con la moral sexual.
Y, cuando predica, lo hace a la manera de un cura de pueblo, que conoce perfectamente a sus "ovejas" y comparte con ellas sus alegrías, sus penas, sus miedos y sus esperanzas. No pontifica, no pretende tener la última palabra sobre todo lo que dice. Sólo pretende abrir un nuevo tiempo: el tiempo del diálogo fraterno. A fondo, sin condiciones y, sobre todo, sin imposiciones.
El nuevo estilo del Papa se basa, asimismo, en su novedosa utilización del espacio, escenificado simbólica y realmente en el "abandono" del Palacio pontificio. El llamado "Apartamento" papal se ha quedado vacío y Francisco sólo utiliza alguna de sus estancias para las recepciones oficiales de personalidades. El Palacio vacío, reconvertido en oficina ocasional simboliza un cambio de ciclo y de era.
La decisión de abandonar el palacio es de tal calibre que inquieta a los conservadores de dentro y de fuera del Vaticano, que tratan de desactivarla y privarla de su significado, calificándola de "una de las originalidades" de este Papa. Pero el caso es que el gesto papal es algo así como si Obama abandonase la Casa Blanca, como si la Reina de Inglaterra dejase Buckingham Palace, o el Rey Juan Carlos saliese de La Zarzuela para irse a vivir a un pisito en Vallecas o Moratalaz.
Dejar de ser el inquilino del Palacio apostólico hace añicos el icono ideológico de la "sede apostólica" como un centro de poder de impronta divina. Además, deja en evidencia a los burócratas carreristas vaticanos y echa por tierra su psicología de "príncipes de la Iglesia". Y pone contra las cuerdas a cardenales y obispos que viven en palacios y viajan en grandes coches con chófer y secretario personal.
La tercera coordenada del nuevo estilo papal pasa por su forma de gobierno y de no-gobierno. Con decisiones claves sobre las estructuras eclesiásticas que más han manchado el rostro de la Iglesia: el IOR o banco vaticano y la Curia romana. Para que dejen de ser un contrasigno evangélico. Un estilo de gobierno colegial (con comisiones y expertos), en el que, después de escuchar a todos, decide él, en primera persona y sin que le tiemble el pulso. Por ejemplo, acaba de despedir al Secretario de Estado, cardenal Bertona, y lo ha reemplazado por Pietro Parolin, el Nuncio en Venezuela, diplomático consagrado, pero con entrañas de pastor.
Decisiones de gobierno tomadas sin prisa pero sin pausa. Sin prisas, como buen estratega jesuita, que mide los tiempos, para no crearse más enemigos de los imprescindibles. Pero sin pausa, consciente de que sus primeras grandes decisiones marcarán el rumbo de su pontificado. Sabedor de que lo que no haga en su primer año de pontificado le costará mucho más hacerlo después. Y consciente de que su pontificado (por ley de vida) no será largo, pero no por eso tiene que ser precipitado.
Empapado de humanización
El nuevo estilo de ser papa que inaugura Francisco está anclado en la bondad y en la humanización. Un Papa que es y se presenta como humano y como bueno. Incluso como "indisciplinado" y hasta como "pecador". Por eso, entre tras cosas, evoca a Juan XXIII, el Papa Bueno. Porque, como dice Mark Twain, "la bondad es el idioma que el sordo oye y el ciego ve". O como señala, el teólogo José María Castillo, "lo que más me llama la atención del Papa Francisco es su bondad. Una bondad que no se predica, ni se enseña, ni se impone. La bondad se contagia. El que es bondadoso crea un clima de bondad. Y eso cambia la vida. La de uno. Y la de los demás".La bondad de un testigo del Evangelio, humilde y humano. Un Papa tan humano que se acerca a la gente, habla con ella, se interesa por sus problemas; abraza y se deja abrazar, toca y se deja tocar; interactúa y se expone; juega su papel sin red. Opta por mezclarse con la gente aún a riesgo de pagar el precio de su propia inseguridad. Un precio que asume, como dijo en el avión, a su regreso de la JMJ de Rio de Janeiro: "Gracias a que tenía menos seguridad, he podido estar con la gente, abrazarles, saludarles, sin coches blindados. La seguridad es fiarse de un pueblo. Siempre existe el peligro de que un loco haga algo, pero la verdadera locura es poner un espacio blindado entre el obispo y el pueblo. Prefiero el riesgo a esa locura. La cercanía nos hace bien a todos".
En clave de bondad y de humanidad, El Papa está abordando las tres tareas prioritarias de su pontificado: cambiar el papado, cambiar la Curia y cambiar la Iglesia. La primera tarea ya está en marcha, desde el mismo momento en que salió a la loggia vaticana y se presentó con un "Buenas noches" como el obispo de Roma y se inclinó ante el pueblo para recibir su bendición, antes de darla.
Con su renuncia, Benedicto XVI humaniza el papado. Francisco extrae las consecuencias y archiva, para siempre, el aura omnipotente del Pontífice Máximo. No quiere ser el Papa monarca. O si acaso, un monarca humanizado, tras ser el primer papa en descartar la ideología de la omnipotencia. Es el fin de la era de los Papas monárquico-imperialistas y el comienzo de la época de los Papas testigos-carismáticos.
Francisco transmite a creyentes y no creyentes la importancia de la fe, pero no como dogma o doctrina, sino como forma y sentido de la vida en el seguimiento de Cristo, basado en los valores evangélicos de la misericordia, la ternura y la humanidad. Juan Pablo II fue un papa quizás tan humano como Bergoglio, pero seguía revestido del aura imperial. Francisco encarna otro modelo de Iglesia. La Iglesia de un Papa que ni siquiera se presenta como Papa sino como obispo de Roma y, en las homilías, habla de pié, en vez de sentarse en el trono como hacían sus predecesores.
A la par que está cambiando el papado, con su nuevo estilo Francisco tiene pendiente la tarea de reformar la Curia romana en profundidad. Para que deje de ser un aparato burocrático y "censor", copado por cardenales y monseñores carreristas, y se ponga al servicio de las Iglesias locales y del propio Papa. Tiene para ello un mandato claro del cónclave y de la inmensa mayoría de los cardenales que lo eligieron, hartos de la mala imagen que proyectaban sobre la institución las intrigas palaciegas, los cuervos y los mayordomos infieles del aparato vaticano.
En octubre, Francisco comenzará a barrer su propia casa. Para que deje de ser un antitestimonio. Y, como buen político, quiere conseguirlo con colegialidad y contando con todas las tendencias. De ahí la comisión de ocho cardenales de todas las sensibilidades eclesiales. Desde el progresista hondureño Maradiaga, coordinador y piloto del G8 cardenalicio, hasta el conservador australiano Pell o el centrista alemán Marx. Así, a los más recalcitrantes que se quejen siempre podrá decirles: "Ha sido cosa de todos".
Redimensionar la Curia, reprogramar al personal vaticano para un trabajo esencialmente pastoral y no de funcionarios, erradicar el escalafón y el carrerismo, quitarle al Vaticano su papel milenario de centro burocrático y de poder absoluto, convirtiéndolo en un instrumento de unidad y de colaboración con los episcopados del mundo, y convertir el IOR (banco vaticano) en una banca ética sumamente transparente, que ni de lejos, juegue con dinero sucio o de dudosa procedencia. El Papa no puede predicar pobreza con un banco que lava dinero negro.
Reformar la Iglesia
A pesar de las resistencias, la reforma del papado y de la Curia son tareas relativamente fáciles para Francisco. La realmente difícil y casi hercúlea es la reorganización de la Iglesia globalmente como institución. Es decir, abandonar la Iglesia monárquica-imperial para pasar a una Iglesia comunitaria, colegial y corresponsable. Volver a la Iglesia del Concilio.Se trata, como dicen Casaldáliga, Pires y Balduino, tres obispos-profetas brasileiros, de "asumir el Concilio Vaticano II actualizado, superar de una vez por todas la tentación de Cristiandad, vivir dentro de una Iglesia plural y pobre, de opción por los pobres, una eclesiología de participación, de liberación, de diaconía, de profecía, de martirio..."
De ahí la necesidad de que el "estilo Bergoglio" cale en la Iglesia-Pueblo de Dios a todos los niveles. Si sus palabras y gestos se mantienen como expresiones y vivencias de una persona sola, por muy Papa que sea, y no cala, de arriba abajo, en todos los escalafones eclesiásticos, su pontificado será, poco a poco, "domesticado". Si no se producen cambios concretos de estilo y, por lo tanto, de comportamiento en todos los niveles de las estructuras eclesiásticas, la carga de novedad que trae el nuevo pontificado será reabsorbida.
Eso es lo que temen las grandes mayorías católicas ilusionadas con Francisco. Y eso es lo que esperan, atrincherados en sus cuarteles de invierno, los sectores más conservadores de católicos, que tienen meido al futuro y han vivido, durante estas últimas décadas, encerrados en sus grupos estufa y en sus "capillitas de elegidos", y a la defensiva frente al demonio, el mundo y la carne.
Estos ateos más o menos devotos prefieren y luchan encarnizadamente (con excelentes resultados en las últimas décadas) por una Iglesia autoritaria, más maestra que madre, que encuadre las filas prietas de los católicos siempre obedientes, mire mucho hacia adentro, señale con el dedo y persiga a los disidentes interiores con más saña incluso que a los externos, y, si acaso, realice una cierta asistencia social con los empobrecidos.
Por eso, en este inicio de pontificado, acusan al Papa de pauperismo, populismo y demagogia y silencian todo lo que suene a denuncia profética, sobre todo cuando arremete contra las nuevas esclavitudes económicas y contra el sistema financiero que asfixia a las masas de ciudadanos en crisis. La entrevista histórica de Francisco a las revistas jesuitas fue "escondida" por los periódicos de la derecha y por las webs de los ultracatólicos.
Entre la mayoría, el estilo de Francisco está teniendo una respuesta ilusionada y sumamente afectuosa. Es un estilo que conforta y consuela a los fieles. Anima a participar en la edificación de la Iglesia a los que habían permanecido a la espera de tiempos mejores. E invita a regresar a los muchos que, hartos de una institución madrastra, se habían ido a engrosar las filas de la indiferencia, sin hacer ruido, sin dar portazos, simplemente desilusionados. Con Francisco, la Iglesia católica se siente como un oso que sale de su letargo invernal, mira al sol y busca aires nuevos.
El estilo papal sirve de ejemplo para muchos curas. A los más mayores, que entregaron su vida a una Iglesia postconciliar, les devuelve a la ilusión de los años mozos. A los más jóvenes, educados para ser curas-funcionarios, les cuestiona y les hace cambiar de "chip", aunque a algunos les cueste y se resistan.
Los obispos, por su parte, no tienen más remedio que girar y amoldarse a los nuevos vientos romanos. Es lo que marca la dinámica eclesial antes y ahora. Unos pocos se resisten; algunos lo están haciendo por acomodación; otros, por conveniencia; pero la mayoría, por convicción, está ya tratando de emular a Francisco. Las claves, las insistencias, los subrayados son ya los del nuevo Papa, rezuman su estilo.
Porque, como dice el prestigioso teólogo jesuita Christoph Theobald, "el estilo es el léxico de la profecía e inspira". El estilo del Papa Francisco interpela tanto (y a tantos) por ser un paterno magisterio de la bondad, la gramática esencial cristiana y humana que todo el mundo entiende.
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