El Mundial que se acaba hoy, 13 de julio, será recordado por su gran cantidad de goles pero también por el volumen de lágrimas derramadas.
Obviamente que el promedio de litros se incrementó luego del 7-1 que
Alemania le propinó a Brasil, un resultado rompecorazones, pero ya se
habían vertido ríos de lágrimas a lo largo del torneo, sobre todo por parte de los jugadores, más sensibles que nunca.
Quien empezó este desfile de ‘Magdalenos’ fue el marfileño Serey Die, quien entró en inconsolable llanto mientras escuchaba el himno nacional de su país, antes del partido con Colombia. La música y la letra que promete una Costa de Marfil convertida
en tierra de paz y esperanza llevaron a Die a recordar su vida y se
quebró. El jugador confesó luego que luchó contra las lágrimas pero no
pudo mantener la compostura.
Después fue el turno del gran Neymar, quizás
agobiado por el enorme peso que injustamente cargaba de ser el héroe de
Brasil. También fue en el himno de su país, antes del encuentro con México,
cuando lloró por primera vez. El mismo Neymar, tres semanas después,
volvió a sollozar mientras recordaba en rueda de prensa la lesión que lo
dejó fuera de la semifinal con Alemania. Y, moqueando, afirmó su deseo de que Lionel Messi y Javier Mascherano, sus compañeros del FC Barcelona, quedasen campeones.
Llorar es, a pesar de la cotidianidad de este acto, algo complejo. Representa al mismo tiempo un suceso biológico y
también uno cultural. A pesar de la mecánica fisiológica del llanto,
también interviene el contexto, el ambiente. Y ver a tanto jugador
recio, fornido y llamado a la gloria derramar lágrimas por el fútbol, un
simple juego, genera desconcierto.
Bueno, es que no es solo un juego. El fútbol representa una enorme metáfora de la vida y
también resalta esos primitivos instintos en que la tribu se regocija
al ver a su atleta (antes cazador o soldado) imponerse al resto, al rival. Aunque todos somos la misma raza, hay bandos. Son ellos contra nosotros. Por eso Die y luego Neymar lloraron en los himnos, antes de haber ganado o perdido, porque sentían una responsabilidad nacional. Fue demasiado.
Llorar también es un acto de comunicación. ¡Hay evocación de lenguajes!, sobre todo en aquellos que lloran en público, porque quien lleva su luto en soledad busca lo contrario. El llanto en público se convierte en una herramienta de interacción social que casi siempre busca en el otro comprensión y apoyo. Al final es catártico: alivia a quien se desahoga. A Die lo rodeó todo el equipo. A Neymar también.
Y qué decir del colombiano James Rodríguez, que fue
consolado por los rivales brasileños, sobre todo por David Luiz, cuando
Colombia perdió el partido de cuartos de final. O del francés Antoine Griezmann, que estuvo devastado tras el pitazo final que decretó la eliminación de su equipo y todos sus compañeros
acudieron a calmarlo. O del técnico Vahid Halilhodzic, de Argelia, que
repartía abrazos a su plantel en medio de un llanto fuera de lo común
para un entrenador. Walter Ayoví, de Ecuador, también lloró en el estadio luego del empate con Francia. Se escondía en su camiseta.
Luego al propio David Luiz le tocó llorar, ante las cámaras, cuando intentaba explicar qué rayos pasó en la goleada de los alemanes, segundos después de terminado el compromiso.
¿Fue un acto de valentía, de ‘hombría’ como dicen algunos, que David Luiz llorara en esa entrevista en vivo directo? Es probable. Pero ante todo fue un mecanismo de defensa, pues el llanto también forma parte de la estrategia de supervivencia
de la evolución humana. Las lágrimas del más débil conmueven al más
fuerte, al predador, al victimario. David Luiz o mejor dicho su
subconsciente buscaba el perdón de los hinchas de su país. Les fallamos.
No solo lloran los perdedores. En este Mundial
hemos visto que los ganadores también dejaron que las lágrimas,
compuestas por proteínas (lisozima, lipocalina y lactoferrina),
enzimas, lípidos, metabolitos y electrolitos recorran sus mejillas. Lo
hicieron los argelinos, los colombianos y sobre todo los argentinos
cuando eliminaron a Holanda en penales.
Hay dos razones para eso que llamamos ‘llorar de alegría’. Una se
debe a que, a pesar del éxito, se recuerda el pasado difícil, los malos
momentos o los parientes que ya no están. El argentino Lucas Biglia, por
ejemplo, lloró en plena entrevista luego de la victoria sobre Bélgica:
se acordó de su padre.
Messi lloró cuando Maxi Rodríguez acertó en el penal que dejó fuera a Holanda. No ha declarado qué pensamiento le cruzó por la cabeza ese momento, pero Messi la ha pasado mal este año, repleto de líos fiscales,
comentarios sobre su estado físico (los vómitos espontáneos) y su
compromiso profesional (¿se cuidó para el Mundial a expensas de rendir
poco en su club, que lo perdió todo?), además de su rivalidad con Cristiano Ronaldo.
Otra razón para ‘llorar de alegría’ es, sencillamente, que existe impotencia para expresar de otra manera la enorme felicidad que
se siente. Eso le ha pasado al narrador argentino Pablo Giralt, el
locutor de Directv Sport, que lloró cuando Ángel Di María anotó el gol
que eliminó a Suiza y lloró aún más cuando Argentina se impuso en los penales a Holanda.
¿Y los hinchas, por qué lloran? Lo maravilloso de la especie humana es que posee características empáticas: las personas se identifican con los demás y captan lo que sienten los otros. Esto es típico en las películas o en las telenovelas que, a pesar de que son obras de ficción, conmueven de todos modos al espectador.
Por todo esto, el exjugador argentino Javier Zanetti declaró que las
lágrimas se ganaron por derecho propio ser protagonistas en este
Mundial, cuya final se juega hoy. Si antes se lloraron ríos, tras la
final habrá un mar. A sacar el pañuelo.
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