Era el 16
de julio de 1950. Era la final del Campeonato del Mundo. Era Maracaná. Eran
200.000 personas anticipando el festejo. Era un país entero convencido de la
victoria de su equipo. Ese equipo era Brasil. ¿El otro? ¡Qué más daba! Pero,
bueno, sí, ya que hay que mencionarlo obligatoriamente, era Uruguay. El campeón
mundial de 1930 y el olímpico de 1924 y 1928, cuando los Juegos equivalían a un
título mundial oficioso. Pero ese historial daría aún más brillo a la victoria
local.
No se
trataba, en puridad, de una final. El título le caería al mejor de una liguilla
de cuatro. Los dos mejores de esa liguilla habían sido Brasil, que acumulaba
dos victorias, y Uruguay, que reunía una victoria y un empate. El triunfo o las
tablas le darían, pues, la Copa a Brasil, que llegaba después de haber marcado
21 goles y encajado tres. ¿Alguna duda acerca del desenlace...?
Ninguna.
Los periódicos, a falta de los detalles, ya tenían preparadas las portadas.
Millones de camisetas con la leyenda ¡Campeón del mundo! se hallaban listas
para ser vendidas tras el pitido final del árbitro. Souvenirs y baratijas se
amontonaban en las estanterías de almacenes y puestos callejeros. Innumerables
fiestas barriales y domésticas sólo aguardaban ese estridente sonido arbitral
para estallar en toda la nación.
El
partido quedó ligado para siempre a la figura de Obdulio Varela, el
capitán uruguayo, un mulato semianalfabeto pero con planta de patricio y verbo
de tribuno que nunca estrechó la mano de un árbitro. Sentenciosamente les dijo
en el vestuario a sus compañeros una frase que ha llegado hasta nosotros en
varias versiones, todas ellas, sin embargo, parecidas: «Ahí arriba hay 200.000
personas gritando, pero son de palo. Aquí abajo somos 11 contra 11». Quizás
dijo: «Ellos tienen 200.000 personas, pero no tienen esto» (y aferró la
camiseta uruguaya). Quizás lo que dijo en realidad fue: «No miren a la tribuna.
El partido se juega abajo. Ellos son 11 y nosotros también. Este partido se
gana con los huevos en la punta de los botines».
Todas
estas frases nos han llegado con ínfulas de literalidad. Vayan ustedes a saber.
Pero se asemejan lo suficiente como para aceptarlas todas o hacer un refrito
con lo que más nos guste de cada una. Fue un partido de frases. Ya conocen que
ganó Uruguay por 2 a 1. Jules Rimet escribió: «Todo estaba previsto,
excepto el triunfo de Uruguay». Schiaffino, autor del primer gol celeste,
recordó en tono trágico: «Fue la primera vez en mi vida que escuché el
silencio». Ghiggia, que marcó el segundo, se ufanó años más tarde: «Sólo
tres personas han silenciado Maracaná: Frank Sinatra, el Papa y yo».
Al
silencio sucedió el llanto. Dos hombres quedaron marcados para siempre. Uno el
seleccionador, Flavio Costa, que permaneció escondido en el estadio dos
días antes de abandonarlo disfrazado de mujer. Otro, sobre todo él, Moacir
Barbosa, el portero brasileño. Hasta el fin de sus días fue un apestado. En
1993, siete años antes de su muerte, volvió a lamentarse amargamente: «La pena
máxima en Brasil es de 30 años y yo llevo 43 pagando por un crimen que no
cometí».
El 7 de
diciembre de 1941 los japoneses atacaron por sorpresa Pearl Harbor. Fue El día
de la Infamia. El 16 de julio de 1950 Uruguay le ganó a Brasil el Campeonato
del Mundo de fútbol. Fue El Maracanazo.
TOMADO DE INTERNET:
http://www.elmundo.es/elmundodeporte/2013/06/26/futbol/1372233858.html
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