BOGOTÁ.— El 2 de diciembre de 1993, en un tejado del barrio Los Olivos, en Medellín, empezó el declive de los grandes cárteles del narcotráfico en Colombia, que dominaron la producción y el tráfico de cocaína a nivel mundial y pusieron en jaque a todo un país. Ese día, de doce disparos, y en un operativo del Bloque de Búsqueda de la Policía Nacional, que contó con el apoyo en inteligencia del gobierno de Estados Unidos, cayó Pablo Emilio Escobar Gaviria, jefe del cártel de Medellín, responsable de la muerte de ministros, policías, candidatos presenciales y centenares de inocentes, y, en ese entonces, el criminal más buscado del mundo. La imagen del narcotraficante doblegado por las autoridades marcó el principio del fin de los grandes barones de la droga en Colombia y de la espiral de violencia que trajeron consigo. Las cifras son dramáticas: el país sufrió 623 atentados, que dejaron 402 personas muertas y mil 710 heridas, además de 550 policías asesinados, en la década comprendida entre 1983 y 1993, según los cálculos oficiales.
Al cumplirse 20 años de la caída de Escobar, y desmantelado no sólo el cártel de Medellín, sino también por completo la estructura del cártel de Cali, hacia 1995, con la captura y posterior extradición de sus máximos jefes, Gilberto y Miguel Rodríguez Orejuela, alias El Ajedrecista y El Señor, respectivamente, ¿hacia dónde derivó el narcotráfico y qué muestra dicha transformación?
La Policía habla de una atomización y dispersión de organizaciones emergentes que tienen características y modus operandi muy diferentes. Hoy no hay grandes cárteles. Lo que existe, de acuerdo con las autoridades, son 126 organizaciones con menores capacidades a las que alguna vez mostraron las de Medellín y Cali, que se enfrentaron a muerte por el monopolio y el control de todos los eslabones del negocio y cuyos capos ejercían el poder mediante la intimidación y la ostentación.
Ahora, por el contrario, los jefes de las nuevas bandas muestran un perfil bajo, sin lujos, para evitar ser catalogados como capos y así evadir procesos judiciales. Con excepciones, llevan una vida sin excentricidades, se camuflan como comerciantes e industriales y en estratos medios. Su prioridad consiste en configurar entramados empresariales, a través de testaferros y artimañas para lavar activos. Otro punto evidente de la transformación es que se pasó de cárteles autónomos a organizaciones fragmentadas que requieren de “alianzas multicriminales”. Dicha dependencia, inclusive, se evidencia en sus brazos armados. El cártel de Medellín contó con las autodefensas desmovilizadas del Magdalena Medio a su servicio y las escuelas de sicarios bajo órdenes de Escobar. En la actualidad, las organizaciones logran mantener ciertos niveles de confrontación armada, pero deben contratar estructuras delincuenciales o sicarios.
También hay problemas intestinos que se desatan tras la captura o la muerte de un capo. A diferencia de lo que ocurría con los grandes cárteles, ahora hay fracturas internas entre los mandos medios por alcanzar el nivel de cabecillas. “La desarticulación de los cárteles y la captura de los principales capos derivaron en la pérdida del control de las rutas, que en su mayoría son controladas por los mexicanos y las redes locales de los países de tránsito y destino”, dice un informe de inteligencia de la Policía Nacional.
En los años 80 y 90, los narcotraficantes colombianos tenían el control absoluto del tráfico internacional.
Pero una vez perdido dicho rol dominante, este papel lo han entrado a asumir los cárteles mexicanos (Sinaloa, principalmente) y otras mafias, como la libanesa o la italiana. Otro cambio esencial está relacionado con la capacidad de filtración y corrupción que sembró el narcotráfico en su momento. La capacidad de la mafia llegó a tal nivel que el cártel de Cali ingresó dineros a la campaña presidencial de Ernesto Samper, lo que dio origen al sonado escándalo del proceso 8,000. Hoy, la realidad es distinta, aunque las bandas fomentan la corrupción en escenarios regionales. Casos recientes, como el del capturado gobernador de La Guajira, Francisco Kiko Gómez, muestran que la alianza mafia-política no está descartada por completo. La alerta también está en el consumo. El danés Bo Mathiasen, representante en Colombia de la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC), reflexiona al respecto: “La demanda por cocaína cambió un poco. El consumo en EU y Europa está cayendo continuamente desde hace una década. Por eso, los narcos están buscando nuevos mercados y vemos cómo Suramérica tiene un consumo creciente durante los últimos años, especialmente Brasil, Argentina y Colombia”.
Sobre la transformación del crimen, Mathiasen anota que los “esfuerzos exitosos” del Estado a través de su Fuerza Pública contribuyeron a la extinción de los cárteles, que a su juicio están “pulverizados”. Pero en esa metamorfosis vienen proliferando redes dedicadas al narcomenudeo: 73 de las 126 organizaciones criminales identificadas se dedican a esa actividad y a una criminalidad conexa: homicidios selectivos, lesiones personales, hurtos y atracos callejeros.
“Los baby cárteles”
Daniel Mejía Londoño, director del Centro de Estudios sobre Seguridad y Drogas, de la Universidad de los Andes, recuerda la expresión de “baby cárteles” para referirse a estas organizaciones y que fue acuñada por el general retirado de la Policía Óscar Naranjo. “Estos grupos (con influencia de las FARC y los paramilitares en las etapas iniciales del negocio) tenían que hacer contratos de riesgo compartido con productores para sacar la cocaína del país”, dice Mejía. En estas alianzas, por ejemplo, tuvo participación Daniel Barrera, alias El Loco Barrera, capturado a finales del 2012 en Venezuela, y la tiene actualmente Víctor Ramón Navarro, alias Megateo, el llamado capo y narcoguerrillero que se esconde en el Catatumbo. Mejía Londoño también señala como punto de declive el año 2008, cuando dice que el Estado introdujo un fuerte cambio en la lucha contra las drogas.
Fue la época en la que el actual presidente de Colombia, Juan Manuel Santos, ejerció como ministro de Defensa y donde “se quebró la estructura del negocio”, en palabras del experto, debido a los grandes golpes contra los laboratorios y la incautación de cargamentos significativos de cocaína.
Según las estadísticas que aporta, antes del 2008 la Fuerza Pública en Colombia incautaba el 25% de la producción de cocaína en el país. Luego de ese año, se empezó a incautar hasta el 50%, lo que golpeó fuertemente la estructura de las organizaciones. Fenómenos recientes, como el impulso de internet y la aparición de las redes sociales, se han convertido en desafíos para las autoridades, pues vienen siendo empleadas por los narcotraficantes como canales de distribución. En páginas web cualquier persona puede comprar drogas e incluso se las envían a sus domicilios, por mensajería. Colombia ha empezado la lucha contra la modalidad.
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