jueves, 19 de septiembre de 2013

28 AÑOS DEL TERREMOTO DE MEXICO. SUCEDIO UN DIA COMO HOY.







En la Ciudad de México ha temblado desde siempre, pero cada temblor llega como si fuera el primero. A fines del siglo XVII hubo un terremoto que, según el cronista Antonio de Robles, duró tres credos: aquello debió ser el pandemónium, si se toma en cuenta que rezar el Credo lleva alrededor de un minuto. Y, sin embargo, cuando volvió a llegar un movimiento telúrico de importancia, ya nadie recordaba los efectos del terremoto anterior.
Concepción Lombardo de Miramón cuenta en sus Memorias la llegada del terremoto de abril de 1845, que durante mucho tiempo fue considerado el peor en la historia de la ciudad. Edificios, torres, cúpulas: lo que no se vino abajo se dobló o resquebrajó.
Aquel terremoto provocó la instalación, en una plaza de la ciudad, del primer campamento de damnificados. Pero en términos generales, sufrir un sismo y después olvidarlo ha sido la historia de la capital. El terremoto de 1845 había sido olvidado cuando ocurrió el terremoto de 1911, conocido como “el temblor maderista” porque sucedió el mismo día en que el caudillo triunfante, Francisco I. Madero, llegaba a la ciudad en la que dos años más tarde sería asesinado.
Como la ciudad se empeña en olvidar sus tragedias, los diarios señalaron que el temblor del año 11 había sido el peor en la historia en la urbe. Tranquilo no estuvo: los derrumbes mataron a cientos de personas, y muchas otras quedaron atrapadas entre los escombros. La destrucción, el horror, la mortandad se extendieron sobre todo por San Cosme, Tepito, Santa María la Ribera y las calles comprendidas entre Avenida Juárez y Avenida Chapultepec: Revillagigedo, Victoria, Ayuntamiento.

(Foto: Archivo/EL UNIVERSAL)
En uno de los hechos, eso sí, más delirantes que se registran en la historia de la metrópoli, los mismos que lloraban a las seis de la mañana por el temblor fueron los mismos que a la una de la tarde vitorearon a Madero en Reforma, Juárez, San Francisco y Plateros.
Todo aquello se había olvidado en 1957, cuando una noche de sábado llegó el terremoto que derrumbó el Ángel. Unas personas que salían de una fiesta relataron a La Prensa el momento inolvidable en que la Victoria Alada de Enrique Alciati se desplomó, dejando sobre la base de la columna, sobre el césped y sobre el pavimento de Reforma, trozos de oro que brillaban a la luz de los faroles. Fue el horror.
Cientos de edificios resultaron dañados, todas las construcciones del llamado Primer Cuadro perdieron los vidrios, y la radio relató, por vez primera, minuto a minuto, la tragedia de la gente que había quedado sepultada, el hallazgo macabro de cadáveres bajo toneladas de escombro.

(Foto: Archivo/EL UNIVERSAL)
Así nos sorprendió 28 años más tarde, como si fuera el primero, el terremoto del 19 de septiembre: el sismo que se llevó una ciudad. En 1985 era lo suficientemente joven como para que dieran las 7:19 y yo siguiera en la cama. Hacía cosa de un año había comenzado a dar clases de literatura en una prepa de la colonia Roma. La Roma se había convertido desde entonces en mi segunda casa; me pasaba el tiempo en sus cafés, sus fondas, sus taquerías, sus bares —y cuando llegaba el caso, en sus hoteles: el Milán, el Roma, el Monarca. Ah.

(Foto: Archivo/EL UNIVERSAL)
Aquel jueves tenía libre la mañana. Me había quedado de ver con un amigo, no sé si a las dos o a las tres de la tarde, en el Vips del Metro Insurgentes, para tomar café. En aquellos años tomábamos café hasta quedar al borde del llanto. No fue la sacudida la que me expulsó de la cama, sino los gritos destemplados de mi hermana.
Había comenzado el terremoto que arrancó de cuajo manzanas enteras y se llevó, no sé, lo hemos repetido tanto, el mundo antiguo: el Hotel Regis, El Centro Médico, el Hotel del Prado, el Superleche, los multifamiliares Miguel Alemán, el edificio Nuevo León, varias secretarías y otros edificios de gobierno, un millar de construcciones de Tlatelolco, la Roma, la Juárez, Tepito, la Guerrero, el Centro.
En 1985 era también lo suficientemente inconsciente como para volver a meterme en la cama después del temblor. Se había ido la luz. Así que no había tele ni radio. Mi madre alcanzó a llamarnos y nos dijo que había visto caer un edificio. No le creímos, porque ella tiene un sentido dramático que le hace siempre exagerar las cosas. Después de su llamada nos quedamos también sin teléfono.

(Foto: Archivo/EL UNIVERSAL)
Me puse a leer una novela, aislado en la burbuja de la casa familiar. Unas horas más tarde, uno de mis tíos tocó la puerta y nos describió, no el último libro de la Biblia, pero sí algo semejante a él. El Apocalipsis. “La ciudad está paralizada. Hay derrumbes por todos lados”, nos dijo.
Tomé una bicicleta. Aquel tío me dio la encomienda de ir a las casas de todos y cada uno de mis familiares para constatar si estaban bien. Comencé a pedalear. Creo que lo primero que vi fue el inmenso titular de la edición vespertina de Ovaciones. Su elocuencia era aterradora. Decía, simplemente: “¡Oh, Dios!”.

(Foto: Archivo/EL UNIVERSAL)
No he olvidado aquel día. Durante muchos años lo recordé diariamente. Durante muchos meses me fui a dormir con la luz encendida, para poder ver si la lámpara del techo se mecía.
Nadie en la ciudad estaba listo para ver lo que vimos. Robo la frase de un amigo: era como si la ciudad entera se hubiera suicidado.
Pedaleé de aquí a allá durante ocho o nueve horas. De San Cosme a la Juárez, de la Juárez a la Roma, de la Roma al Centro, del Centro a Coyuya, de Coyuya a la Anzures. No voy a decir nada de eso. Pero hubo un momento en el que no supe dónde estaba, porque todos los referentes cotidianos habían desaparecido.

(Foto: Archivo/EL UNIVERSAL)
Oí gritos bajo unas piedras en Álvaro Obregón, y vi una foto de boda que emergía entre unos escombros. Pasé junto el edificio derrumbado donde vivía un amigo: él también había sido lo suficientemente joven como para seguir en la cama a las 7:19, pero a diferencia mía, no supo nunca lo que ocurrió: no pasó los 28 años siguientes con todo aquello metido en el sótano de la memoria.
Volvía a mi casa en San Cosme, sirenas, tráfico, olor a gas. Pasaban de las 9 de la noche. En Reforma, parado en una esquina, estaba Octavio Paz. Pasé como una ráfaga, pero no he olvidado sus ojos. Me explicaron todo. Ahí estaba la tragedia, la muerte, el horror.
*Crónica publicada en la edición impresa el lunes 16 de septiembre de 2013. diario El Universal  de México.

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